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El cialeño paso de Edwin Reyes
Si vemos el tiempo como una soga que se engrosa y se estrecha, Edwin era una de esas hebras que se entrecruzaba siempre, desde el 1969 cuando lo conocí por casualidad al final de un día de búsqueda por otra persona hasta el 2001 en esa mañana de enero en el Intensivo del Hospital Oncológico. Treinta y un años.
Siempre pensé que si Puerto Rico hubiera sido un país libre, Edwin hubiera sido cantante de ópera, su pasión secreta, pero también poeta. Porque, como dice Leonard Cohen, “la poesía es un veredicto, no una ocupación”. Y creo que esta frase también describe la tensión que fue su vida, esa lucha sin tregua entre su sensibilidad y la realidad colonial en que nació.
Nacido en Ciales en el 1944 a una familia humilde de campo, Barrio Pozas, Edwin fue el benjamín de cuatro hermanos. Se crió en pleno apogeo de Manos a la Obra de Muñoz Marín. Tenía 6 años cuando la Revolución Nacionalista, ocho cuando se establece el Estado Libre Asociado. Quince cuando la Revolución Cubana. Dieciséis cuando ingresó a la Universidad en Río Piedras. Como compueblanos tenía a los poetas Jorge Luis Morales y Juan Antonio Corretjer. Menciono estos datos porque son las constelaciones primarias de su formación temprana y de las que tuvo plena conciencia. En varias ocasiones Edwin me repetía que si no fuera por su conciencia política, su compromiso, hubiera sido un perdido, un pobre infeliz colonizado, un fracaso como ser. Tenía una fe inquebrantable en esa creencia, en ese dictamen personal al que regresaba siempre en los altibajos de su vida personal, su fatalismo personal que sólo dignificaba a través de esa visión colectiva de lucha patriótica. Esa conciencia y afán de ser útil, al que siempre retornaba en los momentos difíciles para dignificar su existencia, sería su norte siempre, y creo también la raíz de su desgracia. Porque Edwin ató su existencia a tal grado a la consecución de una patria libre que siempre viviría en la intranquila tensión entre dos deberes, el de la “lucha” y el de los espirales agónicos de su vocación de poeta.
Tampoco se puede obviar sus años con la Revista Guajana. Su primer aprendizaje poético-político se dio entre poetas que formularon su propuesta estética al calor de la Revolución Cubana y el rescate de la gesta nacionalista de Albizu Campos. Aunque el encaje duró poco, ese tránsito lo marcaría, esa visión de la poesía como otra trinchera de la “lucha” lo acompañaría siempre con la salvedad de que pronto superaría los confines a veces panfletarios de la revista para probar otros aires e influencias y comprobar que la Poseía con mayúscula también tiene sus cánones y sus trincheras, sus trincheras de abismo y locura, el desarreglo de los sentidos, sus dictámenes estéticos propios y tan avasalladores como los de la “lucha”. Entre esos dos polos se erigió el poeta Edwin Reyes, las trincheras que evocaba el Che Guevara y los viajes rimbaudianos que le exigía su misma entraña.
Así lo conocí. Un verano del 1969. A un año de asumir el poder en la isla el Partido Nuevo Progresista con su agenda de buscar la unión con los E.E.U.U., y la incipiente “nueva lucha” cuajándose en la universidad al calor de las campañas estudiantiles en contra del militarismo (ROTC), en contra de la guerra de Vietnam, el servicio militar obligatorio, y la radicalización de Movimiento Pro Independencia hacia una política marxista, a la cual Edwin se une como militante y reportero de su periódico Claridad. Era un tiempo altamente politizado y polarizado. Ser poeta no era meramente tener una propuesta estética, un puño de poemas en la mano y ya. Habría que “definirse.”
Yo era, y tal vez lo siga siendo, un poeta con un puño de poemas en la mano y ya. La poesía ya estaba en transición en poetas como Edwin, Ángela María Dávila, e Iván Silén. Estaba secretamente cuajándose en José María Lima. No todo era tan blanco y negro pero sí había una urgencia política en el aire, como si se nos fuera la vida en ello. Pero para asombro mío, Edwin no preguntaba sobre mi posición política, ni acaso sobre mi poesía. Hablamos de música, de Coltrane, los Stones, de dónde eran mis padres, y lo que acontecía en la locura diaria de Río Piedras, de Bergman, de Cortázar, Neruda, del Cuarteto de Alejandría de Durrell, del teatro irlandés, de Joyce, de Borges y Roque Dalton. Y así seguimos una conversación reasumida en aceras o caminando un trecho de la Ponce de León antes de que cada cual partiera por su rumbo.
En los años siguientes seguimos coincidiendo en las calles de Río Piedras, por la universidad. Él trabaja ya en Claridad y empezaba sus columnas en el suplemento cultural del periódico, En Rojo. Recuerdo que lo acompañé a dos lecturas que dio en los salones de Mercedes López Baralt y René Marqués en la universidad. En la clase de Mercedes lee un poema largo sobre el tigre de Borges.
No había tangencias entre su poesía y la mía. Sus influencias no coincidían con las mías. Una vez me invitó a leer mis poemas a un apartamento que compartía en un condominio en la afueras de Río Piedras. Leí ni me recuerdo qué a un Edwin silencioso en la butaca. Presente también estaba la poeta Etnairis Rivera. Los dos leían con voces para recitales. Lo que les interesaba era mis poemas en inglés. Mi poesía en español la escucharon con diplomático silencio. Después limité mis conversaciones con Edwin a lo anecdótico. Él, en cambio, me leía, de lo suyo y ajeno, cada vez que necesitaba ser escuchado. Yo acepté mi rol en estas “veladas” y creo que nunca leí frente a él nada mío excepto en dos ocasiones: en una velada literaria para Cintio Vitier y Fina García-Marruz en la casa de Arcadio Díaz Quiñones, y una tarde casi al final de su vida en un bar del Viejo San Juan.
Aunque parezca raro entre poetas, nuestra relación se dio al margen de la poesía. Pero su ejemplo de poeta y militante político, su mar de anécdotas y vivencias, marcaron indeleblemente mi formación como persona. Edwin siempre fue descaradamente honesto conmigo y aunque no gustaba de mi poesía me llamaba siempre poeta y así me presentaba. Edwin era ese extraño animal, ya casi extinto en el ambiente cultural isleño, del poeta militante, en donde convive un activismo político con un activismo poético que va con el pasar de los años madurando y moldeándose a los contextos históricos cambiantes. No es la frase vacía de que “todo es político”, sino la convicción de que la realidad requiere una respuesta política concreta que no sólo exige su verbo sino también su vida. Esa respuesta iría modificando su contenido pero no su objetivo. Y es en este contexto que se desarrolla mi relación con Edwin, un diálogo en alta tensión que exponía mis creencias poéticas y políticas incipientes a una dialéctica implacable de “o cagas o te quitas”. Difícil imaginar esta clase de diálogo entre poetas ahora cuando todo es un análisis de “discursos”, cuando nadie ya se las juega todas a sabiendas que está en la miras de un verdugo.
Ya para mediados de los setenta, cada cual tenía su primer libro. Yo con Escribalazos, Edwin con su Crónica del Vértigo. Edwin y yo nos habíamos alejado un tanto pero mi entonces compañera me convence que no podía faltar a la presentación de su libro. Se suponía que la presentación del libro estuviera a cargo de Arcadio Díaz Quiñones, pero esa noche en Casa Blanca fue Luis Rafael Sánchez quien la hizo. Arcadio fue, en cierto sentido, el partero de ese poemario, que más que poemario era una antología de lo que llevaba abarrotado en uno de los muchos “bultos” que Edwin arrastraba tras él a través de todos sus cambios de rumbo vivenciales, de pareja y trabajo, porque Edwin nunca tuvo un punto fijo en donde guardar su trabajo, un lugar o rincón, un “estudio”. Sino que siempre estaba a punto de partir, por eso el bulto. De ese bulto extrajo un muestrario con cierta ayuda y apuro de Arcadio, que quería que Edwin lo sometiera al certamen de la revista Sin Nombre. Como dato curioso, Lilliana Ramos Collado (con su Poemas para despabilar cándidos) ganó el certamen en donde concursó Edwin. Lo de Edwin era un poemario tardío, como todo lo publicado para esos años, con muchos de los poemas ya “publicados” en revistas; detalle que lo descalificaba de ganar de entrada. Pero, helo ahí, Edwin con su poemario, presentado por Wico Sánchez, y en presencia de Juan Mari Bras y ese otro cialeño, Juan Antonio Corretjer, como para pasar batuta en esos relevos generacionales que ya no son, ni serán. Creo que esa noche fue cuando asumí plena conciencia del rol que se esperaba de Edwin, ese relevo de poeta-militante, esa simbiosis de Mari Bras, como líder político de más relieve, con el consagrado “poeta nacional”, Corretjer.
Los finales de los 70 y principios de los 80 vieron el repliegue de las luchas independentistas, el principio del desmoronamiento del bloque soviético, el apocamiento del modelo “guerrillista”, y el surgimiento de nuevas generaciones en general desencantadas con la izquierda, que en Puerto Rico significaba el independentismo radical del PSP y el parlamentarismo del PIP. El asunto de las “carpetas” y las vistas senatoriales sobre los sucesos del Cerro Maravilla, desenmascara la solapada pero eficiente represión y métodos de desarticulación desplegados por las agencias de inteligencia norteamericanas. Y en medio de este ambiente desalentador a Edwin se le ocurre organizar un Primer (y único) Congreso Nacional de Trabajadores de la Cultura. (Escribo y me sube el tufo de lo anacrónico que todo parece ahora.) Esta no es una realidad que se pueda concebir en el presente, pero así fueron esos primeros años de los 80. Estos no serían los parámetros político-culturales que alguien citaría como relevantes en la actualidad. Para esa década del 80 se inició el desmembramiento ideológico que sostuvo el quehacer cultural desde los 60. Proyectos que iniciara Edwin para los 80, el Congreso de los Trabajadores de la Cultura, y después con el Comité Pro Defensa de la Cultura (para luchar contra la toma del ICPR por el Partido Estadista), tuvieron su ápice en la campaña El Gobierno Araña (para desbancar al gobierno de Romero Barceló) que escribió y produjo Edwin en colaboración con Andrés Jiménez. Pero ya Edwin era un francotirador sin partido, sin movimiento. Y no hubo un relevo generacional de igual envergadura político-cultural. El discurso cambió. Y el mundo cultural se hizo PosMo.
Ese arco que se inicia en un 1968 pre-celular y pre-computadora encuentra su punto final en el 1989 con el derrumbe definitivo del Muro de Berlín. La lucha y la brega siguieron, pero por otras vertientes.
En ese transcurso, publiqué 3 libros más, Edwin sus tres libros también. Seguimos hablando en los breves encuentros que nos ofrecía la vida. No de literatura, sino sobre eso mismo, la vida.
No compartí tan hondamente y por tanto tiempo con una persona que a su vez fuera poeta. Mi mirada comparte su mirada, inevitablemente.
Si vemos el tiempo como una soga que se engrosa y se estrecha, Edwin era una de esas hebras que se entrecruzaba siempre, desde el 1969 cuando lo conocí por casualidad al final de un día de búsqueda por otra persona hasta el 2001 en esa mañana de enero en el Intensivo del Hospital Oncológico. Treinta y un años.
Siempre pensé que si Puerto Rico hubiera sido un país libre, Edwin hubiera sido cantante de ópera, su pasión secreta, pero también poeta. Porque, como dice Leonard Cohen, “la poesía es un veredicto, no una ocupación”. Y creo que esta frase también describe la tensión que fue su vida, esa lucha sin tregua entre su sensibilidad y la realidad colonial en que nació.
Nacido en Ciales en el 1944 a una familia humilde de campo, Barrio Pozas, Edwin fue el benjamín de cuatro hermanos. Se crió en pleno apogeo de Manos a la Obra de Muñoz Marín. Tenía 6 años cuando la Revolución Nacionalista, ocho cuando se establece el Estado Libre Asociado. Quince cuando la Revolución Cubana. Dieciséis cuando ingresó a la Universidad en Río Piedras. Como compueblanos tenía a los poetas Jorge Luis Morales y Juan Antonio Corretjer. Menciono estos datos porque son las constelaciones primarias de su formación temprana y de las que tuvo plena conciencia. En varias ocasiones Edwin me repetía que si no fuera por su conciencia política, su compromiso, hubiera sido un perdido, un pobre infeliz colonizado, un fracaso como ser. Tenía una fe inquebrantable en esa creencia, en ese dictamen personal al que regresaba siempre en los altibajos de su vida personal, su fatalismo personal que sólo dignificaba a través de esa visión colectiva de lucha patriótica. Esa conciencia y afán de ser útil, al que siempre retornaba en los momentos difíciles para dignificar su existencia, sería su norte siempre, y creo también la raíz de su desgracia. Porque Edwin ató su existencia a tal grado a la consecución de una patria libre que siempre viviría en la intranquila tensión entre dos deberes, el de la “lucha” y el de los espirales agónicos de su vocación de poeta.
Tampoco se puede obviar sus años con la Revista Guajana. Su primer aprendizaje poético-político se dio entre poetas que formularon su propuesta estética al calor de la Revolución Cubana y el rescate de la gesta nacionalista de Albizu Campos. Aunque el encaje duró poco, ese tránsito lo marcaría, esa visión de la poesía como otra trinchera de la “lucha” lo acompañaría siempre con la salvedad de que pronto superaría los confines a veces panfletarios de la revista para probar otros aires e influencias y comprobar que la Poseía con mayúscula también tiene sus cánones y sus trincheras, sus trincheras de abismo y locura, el desarreglo de los sentidos, sus dictámenes estéticos propios y tan avasalladores como los de la “lucha”. Entre esos dos polos se erigió el poeta Edwin Reyes, las trincheras que evocaba el Che Guevara y los viajes rimbaudianos que le exigía su misma entraña.
Así lo conocí. Un verano del 1969. A un año de asumir el poder en la isla el Partido Nuevo Progresista con su agenda de buscar la unión con los E.E.U.U., y la incipiente “nueva lucha” cuajándose en la universidad al calor de las campañas estudiantiles en contra del militarismo (ROTC), en contra de la guerra de Vietnam, el servicio militar obligatorio, y la radicalización de Movimiento Pro Independencia hacia una política marxista, a la cual Edwin se une como militante y reportero de su periódico Claridad. Era un tiempo altamente politizado y polarizado. Ser poeta no era meramente tener una propuesta estética, un puño de poemas en la mano y ya. Habría que “definirse.”
Yo era, y tal vez lo siga siendo, un poeta con un puño de poemas en la mano y ya. La poesía ya estaba en transición en poetas como Edwin, Ángela María Dávila, e Iván Silén. Estaba secretamente cuajándose en José María Lima. No todo era tan blanco y negro pero sí había una urgencia política en el aire, como si se nos fuera la vida en ello. Pero para asombro mío, Edwin no preguntaba sobre mi posición política, ni acaso sobre mi poesía. Hablamos de música, de Coltrane, los Stones, de dónde eran mis padres, y lo que acontecía en la locura diaria de Río Piedras, de Bergman, de Cortázar, Neruda, del Cuarteto de Alejandría de Durrell, del teatro irlandés, de Joyce, de Borges y Roque Dalton. Y así seguimos una conversación reasumida en aceras o caminando un trecho de la Ponce de León antes de que cada cual partiera por su rumbo.
En los años siguientes seguimos coincidiendo en las calles de Río Piedras, por la universidad. Él trabaja ya en Claridad y empezaba sus columnas en el suplemento cultural del periódico, En Rojo. Recuerdo que lo acompañé a dos lecturas que dio en los salones de Mercedes López Baralt y René Marqués en la universidad. En la clase de Mercedes lee un poema largo sobre el tigre de Borges.
No había tangencias entre su poesía y la mía. Sus influencias no coincidían con las mías. Una vez me invitó a leer mis poemas a un apartamento que compartía en un condominio en la afueras de Río Piedras. Leí ni me recuerdo qué a un Edwin silencioso en la butaca. Presente también estaba la poeta Etnairis Rivera. Los dos leían con voces para recitales. Lo que les interesaba era mis poemas en inglés. Mi poesía en español la escucharon con diplomático silencio. Después limité mis conversaciones con Edwin a lo anecdótico. Él, en cambio, me leía, de lo suyo y ajeno, cada vez que necesitaba ser escuchado. Yo acepté mi rol en estas “veladas” y creo que nunca leí frente a él nada mío excepto en dos ocasiones: en una velada literaria para Cintio Vitier y Fina García-Marruz en la casa de Arcadio Díaz Quiñones, y una tarde casi al final de su vida en un bar del Viejo San Juan.
Aunque parezca raro entre poetas, nuestra relación se dio al margen de la poesía. Pero su ejemplo de poeta y militante político, su mar de anécdotas y vivencias, marcaron indeleblemente mi formación como persona. Edwin siempre fue descaradamente honesto conmigo y aunque no gustaba de mi poesía me llamaba siempre poeta y así me presentaba. Edwin era ese extraño animal, ya casi extinto en el ambiente cultural isleño, del poeta militante, en donde convive un activismo político con un activismo poético que va con el pasar de los años madurando y moldeándose a los contextos históricos cambiantes. No es la frase vacía de que “todo es político”, sino la convicción de que la realidad requiere una respuesta política concreta que no sólo exige su verbo sino también su vida. Esa respuesta iría modificando su contenido pero no su objetivo. Y es en este contexto que se desarrolla mi relación con Edwin, un diálogo en alta tensión que exponía mis creencias poéticas y políticas incipientes a una dialéctica implacable de “o cagas o te quitas”. Difícil imaginar esta clase de diálogo entre poetas ahora cuando todo es un análisis de “discursos”, cuando nadie ya se las juega todas a sabiendas que está en la miras de un verdugo.
Ya para mediados de los setenta, cada cual tenía su primer libro. Yo con Escribalazos, Edwin con su Crónica del Vértigo. Edwin y yo nos habíamos alejado un tanto pero mi entonces compañera me convence que no podía faltar a la presentación de su libro. Se suponía que la presentación del libro estuviera a cargo de Arcadio Díaz Quiñones, pero esa noche en Casa Blanca fue Luis Rafael Sánchez quien la hizo. Arcadio fue, en cierto sentido, el partero de ese poemario, que más que poemario era una antología de lo que llevaba abarrotado en uno de los muchos “bultos” que Edwin arrastraba tras él a través de todos sus cambios de rumbo vivenciales, de pareja y trabajo, porque Edwin nunca tuvo un punto fijo en donde guardar su trabajo, un lugar o rincón, un “estudio”. Sino que siempre estaba a punto de partir, por eso el bulto. De ese bulto extrajo un muestrario con cierta ayuda y apuro de Arcadio, que quería que Edwin lo sometiera al certamen de la revista Sin Nombre. Como dato curioso, Lilliana Ramos Collado (con su Poemas para despabilar cándidos) ganó el certamen en donde concursó Edwin. Lo de Edwin era un poemario tardío, como todo lo publicado para esos años, con muchos de los poemas ya “publicados” en revistas; detalle que lo descalificaba de ganar de entrada. Pero, helo ahí, Edwin con su poemario, presentado por Wico Sánchez, y en presencia de Juan Mari Bras y ese otro cialeño, Juan Antonio Corretjer, como para pasar batuta en esos relevos generacionales que ya no son, ni serán. Creo que esa noche fue cuando asumí plena conciencia del rol que se esperaba de Edwin, ese relevo de poeta-militante, esa simbiosis de Mari Bras, como líder político de más relieve, con el consagrado “poeta nacional”, Corretjer.
Los finales de los 70 y principios de los 80 vieron el repliegue de las luchas independentistas, el principio del desmoronamiento del bloque soviético, el apocamiento del modelo “guerrillista”, y el surgimiento de nuevas generaciones en general desencantadas con la izquierda, que en Puerto Rico significaba el independentismo radical del PSP y el parlamentarismo del PIP. El asunto de las “carpetas” y las vistas senatoriales sobre los sucesos del Cerro Maravilla, desenmascara la solapada pero eficiente represión y métodos de desarticulación desplegados por las agencias de inteligencia norteamericanas. Y en medio de este ambiente desalentador a Edwin se le ocurre organizar un Primer (y único) Congreso Nacional de Trabajadores de la Cultura. (Escribo y me sube el tufo de lo anacrónico que todo parece ahora.) Esta no es una realidad que se pueda concebir en el presente, pero así fueron esos primeros años de los 80. Estos no serían los parámetros político-culturales que alguien citaría como relevantes en la actualidad. Para esa década del 80 se inició el desmembramiento ideológico que sostuvo el quehacer cultural desde los 60. Proyectos que iniciara Edwin para los 80, el Congreso de los Trabajadores de la Cultura, y después con el Comité Pro Defensa de la Cultura (para luchar contra la toma del ICPR por el Partido Estadista), tuvieron su ápice en la campaña El Gobierno Araña (para desbancar al gobierno de Romero Barceló) que escribió y produjo Edwin en colaboración con Andrés Jiménez. Pero ya Edwin era un francotirador sin partido, sin movimiento. Y no hubo un relevo generacional de igual envergadura político-cultural. El discurso cambió. Y el mundo cultural se hizo PosMo.
Ese arco que se inicia en un 1968 pre-celular y pre-computadora encuentra su punto final en el 1989 con el derrumbe definitivo del Muro de Berlín. La lucha y la brega siguieron, pero por otras vertientes.
En ese transcurso, publiqué 3 libros más, Edwin sus tres libros también. Seguimos hablando en los breves encuentros que nos ofrecía la vida. No de literatura, sino sobre eso mismo, la vida.
No compartí tan hondamente y por tanto tiempo con una persona que a su vez fuera poeta. Mi mirada comparte su mirada, inevitablemente.