El Último Breik: Los breiks del cigarrillo con Francisco Font Acevedo
Hasta el 1968, cuando ingresé en la UPR, no había conocido a nadie que escribía y como no estudié en la isla tampoco conocía nada de literatura puertorriqueña fuera de uno o dos nombres de las lecturas escolares de mi hermana. Y había escrito casi nada en español. No conocía a nadie de mi generación, escritor o no. Ni pensaba estudiar literatura. Creí entonces que esa realidad era subsanable.
Escribir en inglés no sólo era un problema cultural, era también un problema político. Tenía veinte años de edad. No me gradué de la escuela superior. Vine directo de la calle. No vine a la UPR buscando calle, vine a buscar refugio de la calle. Ingresé a la UPR porque no quería ir a Vietnam; era la única opción que veía. Tenía la idea vaga de ser psicólogo, tal vez porque fue a la única profesión que tuve acceso aunque fuera sólo como paciente. Tal vez sentí que tenía cierta experiencia validable por haber estado al otro lado de la ecuación; que transitar a psicólogo sería lo más lógico, lo más natural.
En esos primeros meses conocí a otro poeta que escribía y había publicado en la revista Mester. Era un tipo medio callejero como yo. Le dije que escribía. Le dije que escribía en inglés. Le dije que intentar escribir en español a esas alturas era como retornar a los pañales. Me miró fijamente y respondió que si realmente tenía cojones para escribir, debería tenerlos para regresar a los pañales y empezar a escribir en español. Le di mucha validez a sus palabras porque era un tipo callejero como yo. Tres meses después lo encontré a la entrada de un club en el Condado arrebatado con heroína. Había querido decirle que ya estaba escribiendo en español pero creo que ni sabía quién yo era. Años más tarde me lo encontré de nuevo y estaba trabajando en una estación de televisión. Vagamente me recordaba de la UPR. Me dijo que estaba entregado al Señor. Creo que me dijo eso porque pensaba que era alguien que lo conocía del mundo de las drogas.
De eso, más de cuarenta años transcurrieron antes de conocer a Francisco Font Acevedo en el Tribunal Supremo donde ambos laboramos. El último escritor con que yo he hablado. Se cerraba el círculo de mi azarosa vida literaria.
Cuando primero vi a Francisco en los breiks del cigarrillo, que todavía se podían tomar dentro de los predios del Supremo, estaba sentado en uno de los bancos de la fuente fumando un cigarro y leyendo un libro. No sabía que era escritor, pero la oficina donde laboraba se nutría de exiliados permanentes o transitorios de las facultades de Literatura o Estudios Hispánicos y por tanto siempre cabía la posibilidad de que fuera al menos un estudioso de la literatura. Eran personas así a los que yo ya le sacaba el cuerpo. Sólo después cuando mi esposa estaba hojeando La belleza bruta en Borders fue que me percaté que eran uno y el mismo.
No he tenido una experiencia feliz con escritores o artistas en general. Siempre he estado medio o absolutamente ausente del mundo de las artes en cualquiera de sus manifestaciones. Casi todos mis encuentros se pueden arrinconar en mis años mozos. Los que tuve después fueron accidentados y fortuitos y con el tiempo cesaron. Sólo faltaba que alguien saliera de un arbusto y me dijera que ya era tiempo de regresar a los pañales de nuevo y escribir solamente en inglés. No sabía, aunque intuía, que estaba de retorno a mi existencia preuniversitaria, sin nada ni nadie, solo frente a la pantalla en blanco que sustituyó la página en blanco de mi adolescencia.
Eso y la biografía entrando en sus últimos capítulos.
Una colaboración inevitable, forzado por necesidades de nuestro trabajo, él como corrector de un texto que yo tenía que traducir, dio pie a nuestras primeras conversaciones. De su parte creo que era una curiosidad sobre el viejo huraño a quien muchos supuestamente aludían. De mi parte, una soledad del tamaño de un tango gardeliano, cuerda floja sin malla en que vivencialmente tanteaba el vacío cada día. La premisa era que conversara sobre “mi tiempo”. No creo haber hablado sobre literatura, anecdóticamente o teóricamente, desde los años setenta. No sé qué esperaba Francisco de mí o lo que yo esperaba de todo eso.
Se iniciaron nuestros breiks del cigarrillo una o dos veces al día fuera del portón del Supremo que da al recodo de la calle por donde se dobla al Caribe Hilton o se sigue de rolo al viejo San Juan.
Si se hiciera un streaming a lo Netflix de esas conversaciones darían para un binge de un mes y medio corrido. Se habló muchísimo, tanto que desbordó el ensayo propuesto. Cobró una vida propia, como si fuera un organismo que fue creando su propio ecosistema.
Esos breiks creo que fueron el preludio a mi canto de cisne. Francisco ofició ese tránsito por las razones que fueran. Creo que Francisco se dio cuenta que lo que presenciaba era eso. Me imagino que abrió otro dossier que tituló personaje y cerró el que decía poeta como ya había cerrado el que decía colega. Conversar con Francisco era como ver todas mis naves hundirse en la bahía.
Nadie sabe cuándo va a ser testigo de otro.
No hubo ensayo, como tampoco hubo entrevista filmada. Cada cual sacará de ello lo que le sirva. Para mí fue entrar en la plena conciencia de mis pasos y lo inevitable del silencio ya augurado por mi propia biografía.
Cuando ingresé a la UPR Francisco aún no había nacido. Son muchos los años que habría que abarcar para llegar al recinto sagrado de la amistad. Como no he hablado con mucha gente casi recuerdo todo lo hablado. Con él he hablado más que con todos los otros escritores y muchos supuestos amigos juntos.
Me vacié de todas las palabras que llevaba dentro, de todas las que hablé con todos y las que sigo hablando desde que me conozco dentro de los confines de mi coco.
Él fue el testigo y el que ofició el ritual del despojo.
Ya no hay breik. Si quieren, hablen con Pancho.
©2017 j.a. morales-santo domingo
Hasta el 1968, cuando ingresé en la UPR, no había conocido a nadie que escribía y como no estudié en la isla tampoco conocía nada de literatura puertorriqueña fuera de uno o dos nombres de las lecturas escolares de mi hermana. Y había escrito casi nada en español. No conocía a nadie de mi generación, escritor o no. Ni pensaba estudiar literatura. Creí entonces que esa realidad era subsanable.
Escribir en inglés no sólo era un problema cultural, era también un problema político. Tenía veinte años de edad. No me gradué de la escuela superior. Vine directo de la calle. No vine a la UPR buscando calle, vine a buscar refugio de la calle. Ingresé a la UPR porque no quería ir a Vietnam; era la única opción que veía. Tenía la idea vaga de ser psicólogo, tal vez porque fue a la única profesión que tuve acceso aunque fuera sólo como paciente. Tal vez sentí que tenía cierta experiencia validable por haber estado al otro lado de la ecuación; que transitar a psicólogo sería lo más lógico, lo más natural.
En esos primeros meses conocí a otro poeta que escribía y había publicado en la revista Mester. Era un tipo medio callejero como yo. Le dije que escribía. Le dije que escribía en inglés. Le dije que intentar escribir en español a esas alturas era como retornar a los pañales. Me miró fijamente y respondió que si realmente tenía cojones para escribir, debería tenerlos para regresar a los pañales y empezar a escribir en español. Le di mucha validez a sus palabras porque era un tipo callejero como yo. Tres meses después lo encontré a la entrada de un club en el Condado arrebatado con heroína. Había querido decirle que ya estaba escribiendo en español pero creo que ni sabía quién yo era. Años más tarde me lo encontré de nuevo y estaba trabajando en una estación de televisión. Vagamente me recordaba de la UPR. Me dijo que estaba entregado al Señor. Creo que me dijo eso porque pensaba que era alguien que lo conocía del mundo de las drogas.
De eso, más de cuarenta años transcurrieron antes de conocer a Francisco Font Acevedo en el Tribunal Supremo donde ambos laboramos. El último escritor con que yo he hablado. Se cerraba el círculo de mi azarosa vida literaria.
Cuando primero vi a Francisco en los breiks del cigarrillo, que todavía se podían tomar dentro de los predios del Supremo, estaba sentado en uno de los bancos de la fuente fumando un cigarro y leyendo un libro. No sabía que era escritor, pero la oficina donde laboraba se nutría de exiliados permanentes o transitorios de las facultades de Literatura o Estudios Hispánicos y por tanto siempre cabía la posibilidad de que fuera al menos un estudioso de la literatura. Eran personas así a los que yo ya le sacaba el cuerpo. Sólo después cuando mi esposa estaba hojeando La belleza bruta en Borders fue que me percaté que eran uno y el mismo.
No he tenido una experiencia feliz con escritores o artistas en general. Siempre he estado medio o absolutamente ausente del mundo de las artes en cualquiera de sus manifestaciones. Casi todos mis encuentros se pueden arrinconar en mis años mozos. Los que tuve después fueron accidentados y fortuitos y con el tiempo cesaron. Sólo faltaba que alguien saliera de un arbusto y me dijera que ya era tiempo de regresar a los pañales de nuevo y escribir solamente en inglés. No sabía, aunque intuía, que estaba de retorno a mi existencia preuniversitaria, sin nada ni nadie, solo frente a la pantalla en blanco que sustituyó la página en blanco de mi adolescencia.
Eso y la biografía entrando en sus últimos capítulos.
Una colaboración inevitable, forzado por necesidades de nuestro trabajo, él como corrector de un texto que yo tenía que traducir, dio pie a nuestras primeras conversaciones. De su parte creo que era una curiosidad sobre el viejo huraño a quien muchos supuestamente aludían. De mi parte, una soledad del tamaño de un tango gardeliano, cuerda floja sin malla en que vivencialmente tanteaba el vacío cada día. La premisa era que conversara sobre “mi tiempo”. No creo haber hablado sobre literatura, anecdóticamente o teóricamente, desde los años setenta. No sé qué esperaba Francisco de mí o lo que yo esperaba de todo eso.
Se iniciaron nuestros breiks del cigarrillo una o dos veces al día fuera del portón del Supremo que da al recodo de la calle por donde se dobla al Caribe Hilton o se sigue de rolo al viejo San Juan.
Si se hiciera un streaming a lo Netflix de esas conversaciones darían para un binge de un mes y medio corrido. Se habló muchísimo, tanto que desbordó el ensayo propuesto. Cobró una vida propia, como si fuera un organismo que fue creando su propio ecosistema.
Esos breiks creo que fueron el preludio a mi canto de cisne. Francisco ofició ese tránsito por las razones que fueran. Creo que Francisco se dio cuenta que lo que presenciaba era eso. Me imagino que abrió otro dossier que tituló personaje y cerró el que decía poeta como ya había cerrado el que decía colega. Conversar con Francisco era como ver todas mis naves hundirse en la bahía.
Nadie sabe cuándo va a ser testigo de otro.
No hubo ensayo, como tampoco hubo entrevista filmada. Cada cual sacará de ello lo que le sirva. Para mí fue entrar en la plena conciencia de mis pasos y lo inevitable del silencio ya augurado por mi propia biografía.
Cuando ingresé a la UPR Francisco aún no había nacido. Son muchos los años que habría que abarcar para llegar al recinto sagrado de la amistad. Como no he hablado con mucha gente casi recuerdo todo lo hablado. Con él he hablado más que con todos los otros escritores y muchos supuestos amigos juntos.
Me vacié de todas las palabras que llevaba dentro, de todas las que hablé con todos y las que sigo hablando desde que me conozco dentro de los confines de mi coco.
Él fue el testigo y el que ofició el ritual del despojo.
Ya no hay breik. Si quieren, hablen con Pancho.
©2017 j.a. morales-santo domingo