Mis tardes con Arcadio
Mi primer recuerdo de Arcadio Díaz Quiñones fue durante una “revuelta estudiantil” que se suscitó cuando una turba de supuestos padres y madres que apoyaban la permanencia del ROTC trató de entrar por el portón de Naturales. Al frente de la marcha estaba un político del Partido Nuevo Progresista, el “General Palerm”. Los estudiantes se organizaron para repulsar la marcha bajo la consigna “Somos más, somos más, sin papá y sin mamá”. Tendría que ser para el 1969 al 1970. Arcadio era parte de un grupo de profesores de la APPU que trataba de servir de mediadores.
Al hacer memoria me asombré que vine a conocer a Arcadio ya casi al final de mis años universitarios. No fue hasta principios del 1974, después de la huelga estudiantil del ’73 que interrumpió el semestre durante el cual tomé su clase de literatura puertorriqueña. No me matriculé para el segundo semestre de su clase y nos topamos por los predios universitarios. No le pude dar la verdadera razón para no seguir en su clase, que igual sospecho que supo, pero lo que quiso saber era por qué no le había dicho que escribía. Así empezó. Arcadio fue el primer, sino el único, intelectual (en el mejor sentido de la palabra) puertorriqueño que conocí y entablé una relación ya como poeta. Arcadio me dio esa deferencia y esa apertura. Se la dio a muchos en esos tiempos y de manera desprendida. A través de él conocí a Francisco Matos Paoli y Cintio Vitier, publiqué mis primeros poemas en la revista Sin Nombre de Nilita Vientós Gastón y en la sección literaria de la revista Avance.
Para ese entonces Arcadio vivía en una casa de dos pisos en la Urb. Santa Rita de Río Piedras, con su esposa Alma Concepción e hijos. Vivía en la segunda planta. En la primera estaba un estudio de baile de Alma y la oficina de CEREP (Centro de Estudios de la Realidad Puertorriqueña) donde creo que la poeta Vanessa Droz trabajó en alguna ocasión. En esa segunda planta uno entraba a un balcón amueblado, techado y enrejado, donde Arcadio solía recibir visitas. Ahí pasé muchas tardes conversando con él a solas o con sus otros visitantes. Era lo más cerca que estuve de un “salón literario”. Al calor de ese balcón y sus palabras alentadoras es que escribí mi primer poemario, Escribalazos. Es otra cosa cuando te lee alguien fuera de tus compañeros poetas o amigos íntimos, y más si ese alguien posee el bagaje cultural y crítico de Arcadio. A la distancia no sé cómo me cata ahora Arcadio, pero entonces me sentí halagado que me hablara punto.
Fueron muchas las tardes y muchas las conversaciones en ese balcón, y fuera de él, por las calles y callejones de Río Piedras, tomando café, compartiendo una cerveza, o almorzando un sancocho en su fonda favorita. En esa época antes de la Internet y el celular, si no tenías teléfono en casa, la comunicación y el encuentro era casual o buscado. No siempre el encuentro fortuito se da, casi nunca, y por tanto aparecía sin aviso a su casa. No sé si era siempre bienvenido, pero Arcadio siempre encontraba el espacio y tiempo, o te emburujaba en lo que estaba haciendo, o te invitaba a que lo acompañaras por un corto o largo trecho de su salida.
Este tipo de relación rebasaba lo estrictamente literario y abarcaba lo social y político en donde estaba ensartada nuestra convivencia. Arcadio era, y me imagino que sigue siéndolo, el consabido “intellectuel engagé", o “public intelectual”. Siempre estaba presente el contexto, la historia. Siempre se estuvo presente los marcos sociales, económicos, y culturales en cuales estaban enmarcadas nuestras conversaciones y nuestras vivencias. Sabíamos que éramos puertorriqueños, hablando desde un punto geográfico específico desde donde enlazábamos los restantes referentes, cualesquiera que fueran y de dónde procedían. No era que esta clase de conversaciones no se daban entre otros, es que el acceso a ellas estaba sujeto a contraseñas que no poseía. Apellido era carnet de entrada, también cierta notoriedad o relieve cultural o político. Pero no poseía nada de lo anterior y nunca enlisté en los séquitos de tal o cual profesor, que es otra manera de entrar en unos de los círculos concéntricos en donde se movía la fauna cultural del país. Ese léxico especial se aprende temprano en la vida y haberme criado mayormente fuera de la isla me hizo analfabeta, desconocedor del vocabulario necesario para proyectar algo apetecible, mercadeable, en ese mundo de apariencias.