El día que me entrevistó Freud
Para medianos de los 1960’s yo recibía sicoterapia dos veces a la semana en la Clínica San Cristóbal en un edificio en los predios de la Toyota Gómez Hermanos, un detallista de carros japoneses que recién se establecían en la isla. Era un edifico sórdido rodeado por un solar de carros en Hato Rey, a la altura de la Cueva del Chicken Inn en la Ave. Ponce de León, donde creo que ahora está una calle y parte del Departamento de Trabajo a final de la Ave. Domenech. Llegaba en la Guagua 8, que en ese entonces transitaba por la Muñoz Rivera. Tenía que atravesar parte del solar de carros para llegar a la entrada del edifico de unos 4 ó 5 pisos. Lo hacía siempre apresurado, con el estigma de loco porque ahí sólo iban los locos. Apresurado, con vergüenza ajena y propia. Nadie nunca me dijo nada. Sabían que no vine a comprar un Toyota.
Mi madre me llevó inicialmente como una corazonada de esas que nacen de la desesperación de una madre al ver su hijo al garete. Mi madre era una oficial probatoria juvenil adscrita a la Sala de Menores del Tribunal Superior de Bayamón, y parte de su trabajo era llevar a menores para evaluaciones y tratamiento psiquiátrico. La Clínica San Cristóbal era un nuevo suplidor y Doña Lydia hacía tiempo buscaba una alternativa al famoso y charlatán Dr. Crispy, ese del tratamiento usando la sugestión bajo hipnosis. Parece que fue impresionada suficientemente como para exponer a su hijo a la ordalía social que significaba ser considerado un “paciente mental”.
La Clínica San Cristóbal era una organización sin fines de lucro, organizada para ofrecer servicios de orientación y tratamiento a la comunidad, en otras palabras, vivía de contratos con las agencias de gobierno. Era barato. Era dirigida por el Dr. Carlos Albizu Miranda, psicólogo clínico y profesor en la Universidad de Puerto Rico, y Ángel Miranda, psicoanalista, y entre los otros doctores también tenían al Dr. Paul N. Senior, quien terminaría siendo mi psicoterapeuta, y el Dr. John L. Simon, un psiquiatra-neurólogo, aparte de varios trabajadores sociales. Era acogedor y reinaba un silencio tan distante del gallinero que son algunas salas de espera de psiquiatras o psicólogos ahora cuando tienes por razones de los seguros que colar muchos pacientes por hora, todos apilados juntos compartiendo sus neurosis. Ahí pasé martes y sábados por dos a tres años en la sala de espera mirando una reproducción de la Gitana Dormida de Henri Rousseau. En todo ese tiempo sólo vi otros dos pacientes de pasada.
Fuimos un sábado para las primeras entrevistas. Llegué apoyado en el hombro de mi madre como una lámpara rota. La trabajadora social que me entrevistó primero era una gringa alta, cuarentona. Y eso fue bien. Entonces entramos mi madre y yo a una oficina al final del pasillo que parecía de multiusos porque no tenía decoraciones de ninguna clase, cero cuadros y cero certificaciones médicas. Sólo un escritorio en el medio y dos sillas al otro lado. Detrás del escritorio estaba sentado el Dr. John L. Simon. Hombre pequeño, barbudo, casi calvo, con enormes espejuelos, intimidante, el mismo Freud. Después de despachar a mi madre con una serie de preguntas, cuestión de ubicarme en el rejuego de las cosas en el Puerto Rico de medianos de los sesentas, giró esa mirada fulminante a mi persona y al cabo de quince minutos me tenía en llanto. Estaba yo mudo del miedo, como el proverbial venado frente a los focos del carro. Alguien había entrado en la oficina durante mi debacle, se quedó parado apoyado en la pared con los brazos cruzados, sus ojos fijos en mi. En un momento dado nuestras miradas se encontraron. Y dejé de escuchar al Dr. Simon, dejé de escuchar al que no sabía que era voluntario en los 1930’s de los Lincoln Brigade que lucharon al lado de los Republicanos en la Guerra Civil Española.
John Leopold Simon, con el FBI en los talones
Para muchos brigadistas el tiempo que pasaron en España fue el más interesante de su vida. Pero a nosotros a veces nos puede atraer más lo que les ocurrió antes y después. Es por ejemplo el caso de John Leopold Simon, alias William Alexander —era frecuente que los lincolns se alistaran con nombres falsos; conviene no olvidar que en los pasaportes americanos de la época ponía “no válido para viajar a España”—, cuyo caso constituye un retrato robot de los métodos del FBI para espiar a los ciudadanos de su país que se salen por la tangente de la época.
El FBI abre su primera ficha sobre John Leopold Simon en fecha tan temprana como el 11 de febrero de 1937. El número de su expediente es el 62-1236 AG y lleva el elocuente epígrafe de “actividades antifascistas”. Dice el expediente que el 5 de febrero de este año determinado abogado de Philadelphia (al que no se identifica) informa que una de sus clientas le ha llamado para decirle que su hijo John Leopold ha salido de casa a las siete y media de la mañana, primero con la excusa de ir a una entrevista de trabajo a Nueva York, finalmente admitiendo que en realidad partía para España en calidad de médico de campaña. Del joven se sabe que tiene 24 años, que está estudiando tercer curso de Medicina en Jefferson College y que nunca hasta ahora había “dado problemas”, aun teniendo una inequívoca “inclinación radical”. La madre y su abogado querían saber si era posible hacer alguna gestión que impidiera a John Leopold salir de Estados Unidos.
El FBI comprobó que John Leopold acababa de sacarse el pasaporte y que según varias fuentes tenía que coger en Nueva York un barco con rumbo a Francia. Él y 149 reclutas más. Los agentes federales sopesaron interceptarles, pero al fin optaron por permitir su salida y seguirles la pista. Buscaban piezas mayores (por ejemplo, los responsables del reclutamiento) y las súplicas de una madre americana aterrorizada no les movieron ni un pelo de la ceja.
Con lo cual John Leopold Simon ya tenía tarjeta propia en el índice de seguridad especial del FBI antes incluso de pisar España. A la vuelta, cuando se casó, se estableció como psiquiatra en Nueva York y fue nombrado presidente del Comité de Defensa de Veteranos de la Lincoln, siguieron marcándole de cerca. Soñaron con captarle como informante. En marzo de 1952 se diseñó incluso un “plan de aproximación” para abordarle cuando entrara o saliera solo de su consulta. El 7 de agosto de ese mismo año agentes federales esperan pacientemente a que John Leopold Simon aparque su Studebaker de 1950, matrícula 15 MD 63 de Nueva York, en la esquina de la calle 54 con la Séptima Avenida. Cuando acaba de cerrar el coche los agentes se le acercan y le dicen que desean hablar con él. Simon reacciona con nerviosismo y enojo y proclamando que él no tiene “nada de qué hablar con el FBI”.
Los agentes no se amilanan. Insisten en que solo buscan información y una conversación amistosa, que no van a ponerle en ningún aprieto ni le van a pedir que admita nada embarazoso. Simon insiste en que no hay nada de qué hablar y empieza a alejarse de su coche. Los agentes le siguen. Le reiteran que tiene una gran oportunidad de mostrar su “lealtad” al gobierno y de cooperar. “¿Me disculpan por favor?”, se despide él, furioso. En total la conversación ha durado apenas dos minutos.
La sagaz evaluación que en el FBI hicieron de esta experiencia era que el doctor Simon “sigue al pie de la letra las consignas comunistas y no desea cooperar con el gobierno”. Se decidió no intentar ulteriores aproximaciones, pero no suspender la vigilancia. Simon fue espiado toda su vida. Le estaban controlando cuando trabajó una temporada en un hospital de Puerto Rico. Le siguieron a Moscú, donde viajó con su mujer en 1965, siendo movilizada incluso la CIA en su honor. A raíz de esta gira rusa volvieron a inscribirle en el índice de seguridad especial del que, aburridos, le habían borrado en 1955. Hubo otro sobresalto cuando Simon dejó a su primera esposa, Ruth, y a los niños que había tenido con ella para fugarse con otra mujer, Myrtle. El FBI sabía que Ruth era una comunista tan recalcitrante como su marido, pero de Myrtle era peor, ¡de Myrtle no sabían nada!
En 1966 Simon viaja a Inglaterra y a España, y el mismísimo Edgar J. Hoover, todopoderoso jefe del FBI, moviliza a sus legats de Londres y París escribe al jefe de inteligencia del Departamento de Estado pidiéndole que esté encima. Nuevamente se informa a la CIA. Finalmente todo era una falsa alarma. Simon había ido a Madrid para asistir a una conferencia de psiquiatras. Para cumbres rojas estaba la España de 1966.
[Reproducido de “La Brigada Lincoln: los héroes ocultos de América”, redactado por Anna Grau - 02-06-2011
Publicado en la Revista Digital Fronterad]
Fue un tiempo después, durante mis años universitarios, que me topé con mención de John L. Simon, quien resultó ser el médico que trataba la condición de epilepsia de mi entonces novia. Yo conozco ese tipo, pensé. Se lo comenté a mi psicólogo Paul Senior, preocupado por la salud mental de mi novia en manos de quien para mi era el energúmeno de Simon, y me dijo que en mejores manos no podía estar, que era una eminencia en el tratamiento de la epilepsia y de paso me relata la experiencia de Simon en la famosa Brigada Lincoln.
Para esos años yo vivía muy de prisa para que registrara el hecho de Simon como voluntario en la guerra civil más allá del touché mental que esgrimió Senior en su afán frustrado de que yo viera el prisma de las cosas fuera de los confines de mi ombligo. Y cuando como gesto a medias conciliatorio pregunté por su paradero, me dijo que ahora estaba estudiando leyes.
La pura verdad fue que Simon sirvió de médico en la Batalla de Jarama cerca de Madrid en el 1937. Nació en el 1913 y murió en el 1999. Fue perseguido por el FBI desde su juventud hasta su vejez. Ese era el tipo sentado mirándome esa mañana. No hay mención de sus años en la isla ni de la clínica ni de nada.
Entonces recuerdo que el padre de mi novia era un médico cubano y comunista en sus años de estudiante en la Habana. El mismo me lo dijo entre palos en el patio de su casa. Yo le caía bien. Nos carreteaba al cine. Nunca pudo practicar en Puerto Rico y trabajaba en el departamento de radiología del Centro Médico. Tal vez entre él y Simon hubo un arreglo entre viejos comunistas. Tal vez el padre de mi novia era perseguido también. Tal vez él sabía de Simon. Tal vez.
Yo y la novia nos dejamos a medio verano y a través de unas postales que me envió supe que estaba la familia paseando por Nueva Orleans. La referencia a Nueva Orleans es significante porque ella siempre mencionaba un convento en Nueva Orleans en nuestras conversaciones. Muchachas en mi tiempo siempre aludían a conventos como una especie de Plan B en sus vidas. Entonces para mi cumpleaños recibo una enigmática postal que al releer meses después supe que era una sutil despedida. Empezó el nuevo semestre y nadie sabía de ella o no me lo decían. Frustrado, fui a su casa que quedaba por el viejo camino Alejandrino y la casa estaba cerrada. Vecinos me informan que un buen día se fueron sin aviso. Por años seguí pistas pero sin resultado. Nunca más supe de ella ni de su familia. Supuse que se metió al convento. Supuse.
Mucha gente de ese tiempo se ha ido a otra parte o ha muerto. Ese tiempo en la Clínica invade mi imaginación sin interlocutores. No hay nadie con quien compartirla o comparar. Sólo conocí dos personas pacientes de la Clínica: un guitarrista pelirrojo americano y la tipa de la pecera y cuando el terapeuta lo supo se enfadó mucho. Me dijo que no interaccionara con los otros pacientes. Pero ya era tarde. Con el pelirrojo inicié un proyecto de musicalizar el Apocalipsis o Libro de las Revelaciones a cambio de que me enseñara a tocar la guitarra, pero el proyecto se frustró. La chica de la pecera era una ninfomaníaca que casi me mata.
A esta distancia es fácil ceder a la conspiración, la teoría del azar, o una película noir de los cuarenta, para explicar lo vivido. O en otras palabras, ¿me queda más remedio?
A más de medio siglo de esos días quedan pocos árboles en el valle que habito, nada entorpece la mirada al horizonte en los predios devastados de mi vida y veo claramente el idiota que soy y he sido. La Clínica San Cristóbal ya no es, Charlie Albizu fundó una escuela graduada de psicología que hoy lleva su nombre, el gesto cruel del Dr. Ángel Miranda de lanzar mis poemas de entonces por la ventana en medio de un ataque de risa se esfuma en el anecdotario breve ante el hecho que supe que los poetas Edwin Reyes y Ángela María Dávila se trataron con él por un tiempo y que era una especie de terapista de luminarias independentistas mientras yo me traté con el gringo de Senior, un supuesto cómplice de la CIA y las empresas Ferré. De la novia a quién creí ya monja en un convento nunca supe. No hay peor ciego que aquel que no acerca el prisma a sus ojos y se niega a ver lo fragmentado y siempre cambiante. Y el Dr. Paul N. Senior y yo no nos hemos visto en muchísimos años ya que en una ocasión nos sentamos, nos miramos, y reconocimos el mutuo fracaso de nuestras respectivas existencias. Pobres infelices que conocieron gente cuando la vida todavía era una posibilidad.
Al menos puedo decir que en una ocasión me entrevistó Freud.
Pero, como dijo el mismo Freud, “a veces, un cigarro es sólo un cigarro”.
Para medianos de los 1960’s yo recibía sicoterapia dos veces a la semana en la Clínica San Cristóbal en un edificio en los predios de la Toyota Gómez Hermanos, un detallista de carros japoneses que recién se establecían en la isla. Era un edifico sórdido rodeado por un solar de carros en Hato Rey, a la altura de la Cueva del Chicken Inn en la Ave. Ponce de León, donde creo que ahora está una calle y parte del Departamento de Trabajo a final de la Ave. Domenech. Llegaba en la Guagua 8, que en ese entonces transitaba por la Muñoz Rivera. Tenía que atravesar parte del solar de carros para llegar a la entrada del edifico de unos 4 ó 5 pisos. Lo hacía siempre apresurado, con el estigma de loco porque ahí sólo iban los locos. Apresurado, con vergüenza ajena y propia. Nadie nunca me dijo nada. Sabían que no vine a comprar un Toyota.
Mi madre me llevó inicialmente como una corazonada de esas que nacen de la desesperación de una madre al ver su hijo al garete. Mi madre era una oficial probatoria juvenil adscrita a la Sala de Menores del Tribunal Superior de Bayamón, y parte de su trabajo era llevar a menores para evaluaciones y tratamiento psiquiátrico. La Clínica San Cristóbal era un nuevo suplidor y Doña Lydia hacía tiempo buscaba una alternativa al famoso y charlatán Dr. Crispy, ese del tratamiento usando la sugestión bajo hipnosis. Parece que fue impresionada suficientemente como para exponer a su hijo a la ordalía social que significaba ser considerado un “paciente mental”.
La Clínica San Cristóbal era una organización sin fines de lucro, organizada para ofrecer servicios de orientación y tratamiento a la comunidad, en otras palabras, vivía de contratos con las agencias de gobierno. Era barato. Era dirigida por el Dr. Carlos Albizu Miranda, psicólogo clínico y profesor en la Universidad de Puerto Rico, y Ángel Miranda, psicoanalista, y entre los otros doctores también tenían al Dr. Paul N. Senior, quien terminaría siendo mi psicoterapeuta, y el Dr. John L. Simon, un psiquiatra-neurólogo, aparte de varios trabajadores sociales. Era acogedor y reinaba un silencio tan distante del gallinero que son algunas salas de espera de psiquiatras o psicólogos ahora cuando tienes por razones de los seguros que colar muchos pacientes por hora, todos apilados juntos compartiendo sus neurosis. Ahí pasé martes y sábados por dos a tres años en la sala de espera mirando una reproducción de la Gitana Dormida de Henri Rousseau. En todo ese tiempo sólo vi otros dos pacientes de pasada.
Fuimos un sábado para las primeras entrevistas. Llegué apoyado en el hombro de mi madre como una lámpara rota. La trabajadora social que me entrevistó primero era una gringa alta, cuarentona. Y eso fue bien. Entonces entramos mi madre y yo a una oficina al final del pasillo que parecía de multiusos porque no tenía decoraciones de ninguna clase, cero cuadros y cero certificaciones médicas. Sólo un escritorio en el medio y dos sillas al otro lado. Detrás del escritorio estaba sentado el Dr. John L. Simon. Hombre pequeño, barbudo, casi calvo, con enormes espejuelos, intimidante, el mismo Freud. Después de despachar a mi madre con una serie de preguntas, cuestión de ubicarme en el rejuego de las cosas en el Puerto Rico de medianos de los sesentas, giró esa mirada fulminante a mi persona y al cabo de quince minutos me tenía en llanto. Estaba yo mudo del miedo, como el proverbial venado frente a los focos del carro. Alguien había entrado en la oficina durante mi debacle, se quedó parado apoyado en la pared con los brazos cruzados, sus ojos fijos en mi. En un momento dado nuestras miradas se encontraron. Y dejé de escuchar al Dr. Simon, dejé de escuchar al que no sabía que era voluntario en los 1930’s de los Lincoln Brigade que lucharon al lado de los Republicanos en la Guerra Civil Española.
John Leopold Simon, con el FBI en los talones
Para muchos brigadistas el tiempo que pasaron en España fue el más interesante de su vida. Pero a nosotros a veces nos puede atraer más lo que les ocurrió antes y después. Es por ejemplo el caso de John Leopold Simon, alias William Alexander —era frecuente que los lincolns se alistaran con nombres falsos; conviene no olvidar que en los pasaportes americanos de la época ponía “no válido para viajar a España”—, cuyo caso constituye un retrato robot de los métodos del FBI para espiar a los ciudadanos de su país que se salen por la tangente de la época.
El FBI abre su primera ficha sobre John Leopold Simon en fecha tan temprana como el 11 de febrero de 1937. El número de su expediente es el 62-1236 AG y lleva el elocuente epígrafe de “actividades antifascistas”. Dice el expediente que el 5 de febrero de este año determinado abogado de Philadelphia (al que no se identifica) informa que una de sus clientas le ha llamado para decirle que su hijo John Leopold ha salido de casa a las siete y media de la mañana, primero con la excusa de ir a una entrevista de trabajo a Nueva York, finalmente admitiendo que en realidad partía para España en calidad de médico de campaña. Del joven se sabe que tiene 24 años, que está estudiando tercer curso de Medicina en Jefferson College y que nunca hasta ahora había “dado problemas”, aun teniendo una inequívoca “inclinación radical”. La madre y su abogado querían saber si era posible hacer alguna gestión que impidiera a John Leopold salir de Estados Unidos.
El FBI comprobó que John Leopold acababa de sacarse el pasaporte y que según varias fuentes tenía que coger en Nueva York un barco con rumbo a Francia. Él y 149 reclutas más. Los agentes federales sopesaron interceptarles, pero al fin optaron por permitir su salida y seguirles la pista. Buscaban piezas mayores (por ejemplo, los responsables del reclutamiento) y las súplicas de una madre americana aterrorizada no les movieron ni un pelo de la ceja.
Con lo cual John Leopold Simon ya tenía tarjeta propia en el índice de seguridad especial del FBI antes incluso de pisar España. A la vuelta, cuando se casó, se estableció como psiquiatra en Nueva York y fue nombrado presidente del Comité de Defensa de Veteranos de la Lincoln, siguieron marcándole de cerca. Soñaron con captarle como informante. En marzo de 1952 se diseñó incluso un “plan de aproximación” para abordarle cuando entrara o saliera solo de su consulta. El 7 de agosto de ese mismo año agentes federales esperan pacientemente a que John Leopold Simon aparque su Studebaker de 1950, matrícula 15 MD 63 de Nueva York, en la esquina de la calle 54 con la Séptima Avenida. Cuando acaba de cerrar el coche los agentes se le acercan y le dicen que desean hablar con él. Simon reacciona con nerviosismo y enojo y proclamando que él no tiene “nada de qué hablar con el FBI”.
Los agentes no se amilanan. Insisten en que solo buscan información y una conversación amistosa, que no van a ponerle en ningún aprieto ni le van a pedir que admita nada embarazoso. Simon insiste en que no hay nada de qué hablar y empieza a alejarse de su coche. Los agentes le siguen. Le reiteran que tiene una gran oportunidad de mostrar su “lealtad” al gobierno y de cooperar. “¿Me disculpan por favor?”, se despide él, furioso. En total la conversación ha durado apenas dos minutos.
La sagaz evaluación que en el FBI hicieron de esta experiencia era que el doctor Simon “sigue al pie de la letra las consignas comunistas y no desea cooperar con el gobierno”. Se decidió no intentar ulteriores aproximaciones, pero no suspender la vigilancia. Simon fue espiado toda su vida. Le estaban controlando cuando trabajó una temporada en un hospital de Puerto Rico. Le siguieron a Moscú, donde viajó con su mujer en 1965, siendo movilizada incluso la CIA en su honor. A raíz de esta gira rusa volvieron a inscribirle en el índice de seguridad especial del que, aburridos, le habían borrado en 1955. Hubo otro sobresalto cuando Simon dejó a su primera esposa, Ruth, y a los niños que había tenido con ella para fugarse con otra mujer, Myrtle. El FBI sabía que Ruth era una comunista tan recalcitrante como su marido, pero de Myrtle era peor, ¡de Myrtle no sabían nada!
En 1966 Simon viaja a Inglaterra y a España, y el mismísimo Edgar J. Hoover, todopoderoso jefe del FBI, moviliza a sus legats de Londres y París escribe al jefe de inteligencia del Departamento de Estado pidiéndole que esté encima. Nuevamente se informa a la CIA. Finalmente todo era una falsa alarma. Simon había ido a Madrid para asistir a una conferencia de psiquiatras. Para cumbres rojas estaba la España de 1966.
[Reproducido de “La Brigada Lincoln: los héroes ocultos de América”, redactado por Anna Grau - 02-06-2011
Publicado en la Revista Digital Fronterad]
Fue un tiempo después, durante mis años universitarios, que me topé con mención de John L. Simon, quien resultó ser el médico que trataba la condición de epilepsia de mi entonces novia. Yo conozco ese tipo, pensé. Se lo comenté a mi psicólogo Paul Senior, preocupado por la salud mental de mi novia en manos de quien para mi era el energúmeno de Simon, y me dijo que en mejores manos no podía estar, que era una eminencia en el tratamiento de la epilepsia y de paso me relata la experiencia de Simon en la famosa Brigada Lincoln.
Para esos años yo vivía muy de prisa para que registrara el hecho de Simon como voluntario en la guerra civil más allá del touché mental que esgrimió Senior en su afán frustrado de que yo viera el prisma de las cosas fuera de los confines de mi ombligo. Y cuando como gesto a medias conciliatorio pregunté por su paradero, me dijo que ahora estaba estudiando leyes.
La pura verdad fue que Simon sirvió de médico en la Batalla de Jarama cerca de Madrid en el 1937. Nació en el 1913 y murió en el 1999. Fue perseguido por el FBI desde su juventud hasta su vejez. Ese era el tipo sentado mirándome esa mañana. No hay mención de sus años en la isla ni de la clínica ni de nada.
Entonces recuerdo que el padre de mi novia era un médico cubano y comunista en sus años de estudiante en la Habana. El mismo me lo dijo entre palos en el patio de su casa. Yo le caía bien. Nos carreteaba al cine. Nunca pudo practicar en Puerto Rico y trabajaba en el departamento de radiología del Centro Médico. Tal vez entre él y Simon hubo un arreglo entre viejos comunistas. Tal vez el padre de mi novia era perseguido también. Tal vez él sabía de Simon. Tal vez.
Yo y la novia nos dejamos a medio verano y a través de unas postales que me envió supe que estaba la familia paseando por Nueva Orleans. La referencia a Nueva Orleans es significante porque ella siempre mencionaba un convento en Nueva Orleans en nuestras conversaciones. Muchachas en mi tiempo siempre aludían a conventos como una especie de Plan B en sus vidas. Entonces para mi cumpleaños recibo una enigmática postal que al releer meses después supe que era una sutil despedida. Empezó el nuevo semestre y nadie sabía de ella o no me lo decían. Frustrado, fui a su casa que quedaba por el viejo camino Alejandrino y la casa estaba cerrada. Vecinos me informan que un buen día se fueron sin aviso. Por años seguí pistas pero sin resultado. Nunca más supe de ella ni de su familia. Supuse que se metió al convento. Supuse.
Mucha gente de ese tiempo se ha ido a otra parte o ha muerto. Ese tiempo en la Clínica invade mi imaginación sin interlocutores. No hay nadie con quien compartirla o comparar. Sólo conocí dos personas pacientes de la Clínica: un guitarrista pelirrojo americano y la tipa de la pecera y cuando el terapeuta lo supo se enfadó mucho. Me dijo que no interaccionara con los otros pacientes. Pero ya era tarde. Con el pelirrojo inicié un proyecto de musicalizar el Apocalipsis o Libro de las Revelaciones a cambio de que me enseñara a tocar la guitarra, pero el proyecto se frustró. La chica de la pecera era una ninfomaníaca que casi me mata.
A esta distancia es fácil ceder a la conspiración, la teoría del azar, o una película noir de los cuarenta, para explicar lo vivido. O en otras palabras, ¿me queda más remedio?
A más de medio siglo de esos días quedan pocos árboles en el valle que habito, nada entorpece la mirada al horizonte en los predios devastados de mi vida y veo claramente el idiota que soy y he sido. La Clínica San Cristóbal ya no es, Charlie Albizu fundó una escuela graduada de psicología que hoy lleva su nombre, el gesto cruel del Dr. Ángel Miranda de lanzar mis poemas de entonces por la ventana en medio de un ataque de risa se esfuma en el anecdotario breve ante el hecho que supe que los poetas Edwin Reyes y Ángela María Dávila se trataron con él por un tiempo y que era una especie de terapista de luminarias independentistas mientras yo me traté con el gringo de Senior, un supuesto cómplice de la CIA y las empresas Ferré. De la novia a quién creí ya monja en un convento nunca supe. No hay peor ciego que aquel que no acerca el prisma a sus ojos y se niega a ver lo fragmentado y siempre cambiante. Y el Dr. Paul N. Senior y yo no nos hemos visto en muchísimos años ya que en una ocasión nos sentamos, nos miramos, y reconocimos el mutuo fracaso de nuestras respectivas existencias. Pobres infelices que conocieron gente cuando la vida todavía era una posibilidad.
Al menos puedo decir que en una ocasión me entrevistó Freud.
Pero, como dijo el mismo Freud, “a veces, un cigarro es sólo un cigarro”.