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Una vez a la semana con Matos Paoli
Allá para la década de los 1970s, Arcadio Díaz Quiñones me medio embaucó en lo que resultó ser una extraña peregrinación semanal. Como pasaba en esos años, los encuentros con cualquiera eran fortuitos, no todos teníamos teléfono y, aunque habían lugares y aceras que si frecuentabas con cierta astucia, alevosía y método inclinaban la balanza, era la pura chamba lo que reinaba. Nunca sabré si era como me dijo, que el poeta Francisco Matos Paoli me quería conocer a partir de un poema blasfemo que me había publicado recién donde Dios iba a pescar plegarias al inodoro, o que Arcadio se le ocurrió a media acera esa buena coartada para librarse de mis constantes visitas a su casa. Total, que un buen día me dijo que lo acompañara a conocer al poeta, una de las dos leyendas poéticas aún vivas. No le dí mucha cabeza porque en ese entonces siempre estaba al acecho de cualquier distracción de la noria que se me trepaba cada madrugada y me azotaba a latigazo limpio hasta el atardecer. Dije que sí, que estaba bien, pensé que se despacharía en un mucho gusto y el placer es mío, una risita discreta y muerto el pollo y Arcadio me invitaría a un café y a un palique que si tenía suerte duraría sus dos a tres horas y así mataría un día más de mi desdichada existencia.
Don Paco vivía en ese bolsillito de Santa Rita detrás de la Farmacia Cabrera, es decir, al otro lado de la Avenida Universidad. Un segundo piso si mal no recuerdo en uno de esos edificios que creo subvencionaba la propia universidad. Era un apartamento amplio y abierto, lleno de matas y libros y sillas y sofás cómodos. Lugar que me apetecía en esos tiempos e imaginaba que algo similar estaría en mi futuro como consecuencia natural de mi inevitable consagración.
Al poco rato de presentarnos, Arcadio declinó la invitación de Doña Isabel Freire a un café y se despidió, dejándome mirando de frente a Don Paco Matos Paoli en su mecedora. Este es el poeta del poema del inodoro había dicho. Don Paco, parafraseando, me dijo entonces, usted es el que escribió ese poema donde Dios va y pesca una plegaria del inodoro. Don Paco tenía una cara de palo a prueba de fuego, templada por años de persecución y dos temporadas en el infierno de la cárcel, la primera vez como compañero de celda de Pedro Albizu Campos. Cuestionó los parapetos ideológicos de mi cristianismo después de haberle confesado que era como él un ferviente católico. Qué puede uno decirle a una leyenda, las pocas palabras me salían de las comisuras como tanta baba. Y así se iniciaron las peregrinaciones semanales a su casa, como algo que ya estaba acordado de antemano, o la ausencia de un no de mi parte constituía un sí. Y esa tarde también se inició el extraño ritual de recibir una bolsa de frituras y otras golosinas de parte de Doña Isabel y varios de sus poemarios de parte de Don Paco.
Para ese entonces vivía en la Cooperativa de Vivienda Valencia (que yo llamaba cariñosamente “el Crical de Valencia”) que quedaba al otro lado de la UPR y por lo tanto el camino era largo y tomé la Mariana Bracetti como atrecho. Llegué a casa ya de noche. Coloqué los poemarios sobre mi pequeña mesa en mi recién inaugurado estudio de escritor entre mis textos de clase y borradores de poemas propios, y no pensé en ellos de nuevo. Yo escribía y leía en la cama o en la mesa del comedor. El estudio era un lujo nuevo en mi vida y nunca me sentí merecedor de tanto espacio y solamente servía de zafacón de mi detritus estudiantil a que miraba lisonjeramente desde el pasillo al pasar camino al baño. Error mío.
A no poco de estacionar mi trasero y darme el primer sorbo de café, Don Paco me preguntó sobre sus poemarios, los que me había entregado para su futuro análisis precisamente esa tarde. Como todo universitario, había pulido diversas tácticas y tretas para ofuscar al profesor que te tenía en sus miras para desenmascarar el fraude que siempre sospechó que eras. Pero creo que Don Paco vió claro mi bluff y sólo su caridad cristiana evitó que me sacara a patadas de su hogar. Hablamos en esas tardes de tanto que se me ha olvidado todo. Sé que las subsiguientes tardes vine preparado para discutir sus poemarios. Era una clase más, Matos Paoli 101-102. Hablamos de política, de la poesía, de sus y mis escritores. Era un maestro del arte de la conversación. Consumí muchos sorullitos de maíz con chocolate.
De esas tardes recuerdo poco. Sí recuerdo que me preguntó si había leído a De Diego Padró, su En Babia en específico. Para qué mentirle. Después de media hora de criticar mi falta de lectura, añadido a mi ya criticado desconocimiento del francés, como si ya no supiera que era casi un analfabeto de la cultura, se levantó y fue a husmear entre los estantes de su biblioteca. Añadió De Diego Padró a la estiba de sus propios poemarios. Preví un fin de semana largo. Pese a toda la evidencia de mi idiotez, seguía citándome para la semana entrante.
Ya su esposa en un aparte me había indicado que tuviera cuidado al tocar el tema de su experiencia carcelaria o del levantamiento nacionalista de principios de los 1950, pero igual a veces el tema de un poema comentado le provocaba una epifanía y casi en trance, como solía hablar a veces, me relataba un pasaje de la gesta, un episodio. Yo no sabía que yo hacía ahí. Quise en muchas ocasiones preguntarle sobre Lolita Lebrón, de ese rumor que fue su novio, pero nunca me atreví. Sólo una vez, hablando de su pueblo natal, surgió su nombre. U otra vez, leyendo a Verlaine en francés.
Pero fuera de eso y otros detalles, no es mucho lo que retengo de lo que hablamos, pero tal vez no fue tanto el tiempo. Calculando que tengo 15 poemarios, a la sazón de dos a tres por visita, pude haber estado en esas de uno a dos meses. Lo que sí recuerdo es esa sensación de estar frente a alguien para quien la poesía es el alfa y omega de toda su vida afectiva, social, familiar y política. Era un ser completamente poetizado. A veces sentía que estaba componiendo mientras me hablaba o escuchaba. Y sentí estar en la presencia de un ser íntegro, aunque era claro que su interior estaba roto en mil pedazos, esos pedazos eran vidrios que refractaban una luz o una música. Y cargo aún esas tardes como una luminiscencia lejana. Lo que era ser poeta en tiempos difíciles. Y también recuerdo un poeta protegido por la fortaleza de una mujer. Era un poeta protegido por mujeres, como lo fue también Albizu Campos.
Entonces en un momento dado cesaron las peregrinaciones tan espontáneamente como empezaron. No hubo ruptura. Sólo un llegar al final de un camino. Tal vez, como suele pasar, se interrumpió los encuentros por razones fuera del alcance de la razón y ya no había manera de allegarnos a ese espacio de nuevo, esas tardes. Tal vez ya Doña Isabel se fatigó de prepararle golosinas a ese poeta flaco que les visitaba. Tal vez se agotaron los poemarios disponibles o tal vez Don Paco tenía que moverse a otra cosa. Mi cotidaneidad de esos tiempos no la tengo del todo clara. No sé si él y Arcadio hablaron y le dijo que el muchacho no tiene remedio. No sé nada. Nunca surgió como tema de conversación.
Supe después que otros poetas de mi tiempo también tuvieron sus tardes con el Maestro. Siguió mi vida ya sin sorullitos.
Pero sí, muchos años después, para el 1989, durante un recital mío en el Arsenal del Viejo San Juan, lo ví con Isabel a su lado. Reconocí su presencia públicamente. Me miró con su consabida cara de palo.
© 2017 J.A. Morales-Santo Domingo
Una vez a la semana con Matos Paoli
Allá para la década de los 1970s, Arcadio Díaz Quiñones me medio embaucó en lo que resultó ser una extraña peregrinación semanal. Como pasaba en esos años, los encuentros con cualquiera eran fortuitos, no todos teníamos teléfono y, aunque habían lugares y aceras que si frecuentabas con cierta astucia, alevosía y método inclinaban la balanza, era la pura chamba lo que reinaba. Nunca sabré si era como me dijo, que el poeta Francisco Matos Paoli me quería conocer a partir de un poema blasfemo que me había publicado recién donde Dios iba a pescar plegarias al inodoro, o que Arcadio se le ocurrió a media acera esa buena coartada para librarse de mis constantes visitas a su casa. Total, que un buen día me dijo que lo acompañara a conocer al poeta, una de las dos leyendas poéticas aún vivas. No le dí mucha cabeza porque en ese entonces siempre estaba al acecho de cualquier distracción de la noria que se me trepaba cada madrugada y me azotaba a latigazo limpio hasta el atardecer. Dije que sí, que estaba bien, pensé que se despacharía en un mucho gusto y el placer es mío, una risita discreta y muerto el pollo y Arcadio me invitaría a un café y a un palique que si tenía suerte duraría sus dos a tres horas y así mataría un día más de mi desdichada existencia.
Don Paco vivía en ese bolsillito de Santa Rita detrás de la Farmacia Cabrera, es decir, al otro lado de la Avenida Universidad. Un segundo piso si mal no recuerdo en uno de esos edificios que creo subvencionaba la propia universidad. Era un apartamento amplio y abierto, lleno de matas y libros y sillas y sofás cómodos. Lugar que me apetecía en esos tiempos e imaginaba que algo similar estaría en mi futuro como consecuencia natural de mi inevitable consagración.
Al poco rato de presentarnos, Arcadio declinó la invitación de Doña Isabel Freire a un café y se despidió, dejándome mirando de frente a Don Paco Matos Paoli en su mecedora. Este es el poeta del poema del inodoro había dicho. Don Paco, parafraseando, me dijo entonces, usted es el que escribió ese poema donde Dios va y pesca una plegaria del inodoro. Don Paco tenía una cara de palo a prueba de fuego, templada por años de persecución y dos temporadas en el infierno de la cárcel, la primera vez como compañero de celda de Pedro Albizu Campos. Cuestionó los parapetos ideológicos de mi cristianismo después de haberle confesado que era como él un ferviente católico. Qué puede uno decirle a una leyenda, las pocas palabras me salían de las comisuras como tanta baba. Y así se iniciaron las peregrinaciones semanales a su casa, como algo que ya estaba acordado de antemano, o la ausencia de un no de mi parte constituía un sí. Y esa tarde también se inició el extraño ritual de recibir una bolsa de frituras y otras golosinas de parte de Doña Isabel y varios de sus poemarios de parte de Don Paco.
Para ese entonces vivía en la Cooperativa de Vivienda Valencia (que yo llamaba cariñosamente “el Crical de Valencia”) que quedaba al otro lado de la UPR y por lo tanto el camino era largo y tomé la Mariana Bracetti como atrecho. Llegué a casa ya de noche. Coloqué los poemarios sobre mi pequeña mesa en mi recién inaugurado estudio de escritor entre mis textos de clase y borradores de poemas propios, y no pensé en ellos de nuevo. Yo escribía y leía en la cama o en la mesa del comedor. El estudio era un lujo nuevo en mi vida y nunca me sentí merecedor de tanto espacio y solamente servía de zafacón de mi detritus estudiantil a que miraba lisonjeramente desde el pasillo al pasar camino al baño. Error mío.
A no poco de estacionar mi trasero y darme el primer sorbo de café, Don Paco me preguntó sobre sus poemarios, los que me había entregado para su futuro análisis precisamente esa tarde. Como todo universitario, había pulido diversas tácticas y tretas para ofuscar al profesor que te tenía en sus miras para desenmascarar el fraude que siempre sospechó que eras. Pero creo que Don Paco vió claro mi bluff y sólo su caridad cristiana evitó que me sacara a patadas de su hogar. Hablamos en esas tardes de tanto que se me ha olvidado todo. Sé que las subsiguientes tardes vine preparado para discutir sus poemarios. Era una clase más, Matos Paoli 101-102. Hablamos de política, de la poesía, de sus y mis escritores. Era un maestro del arte de la conversación. Consumí muchos sorullitos de maíz con chocolate.
De esas tardes recuerdo poco. Sí recuerdo que me preguntó si había leído a De Diego Padró, su En Babia en específico. Para qué mentirle. Después de media hora de criticar mi falta de lectura, añadido a mi ya criticado desconocimiento del francés, como si ya no supiera que era casi un analfabeto de la cultura, se levantó y fue a husmear entre los estantes de su biblioteca. Añadió De Diego Padró a la estiba de sus propios poemarios. Preví un fin de semana largo. Pese a toda la evidencia de mi idiotez, seguía citándome para la semana entrante.
Ya su esposa en un aparte me había indicado que tuviera cuidado al tocar el tema de su experiencia carcelaria o del levantamiento nacionalista de principios de los 1950, pero igual a veces el tema de un poema comentado le provocaba una epifanía y casi en trance, como solía hablar a veces, me relataba un pasaje de la gesta, un episodio. Yo no sabía que yo hacía ahí. Quise en muchas ocasiones preguntarle sobre Lolita Lebrón, de ese rumor que fue su novio, pero nunca me atreví. Sólo una vez, hablando de su pueblo natal, surgió su nombre. U otra vez, leyendo a Verlaine en francés.
Pero fuera de eso y otros detalles, no es mucho lo que retengo de lo que hablamos, pero tal vez no fue tanto el tiempo. Calculando que tengo 15 poemarios, a la sazón de dos a tres por visita, pude haber estado en esas de uno a dos meses. Lo que sí recuerdo es esa sensación de estar frente a alguien para quien la poesía es el alfa y omega de toda su vida afectiva, social, familiar y política. Era un ser completamente poetizado. A veces sentía que estaba componiendo mientras me hablaba o escuchaba. Y sentí estar en la presencia de un ser íntegro, aunque era claro que su interior estaba roto en mil pedazos, esos pedazos eran vidrios que refractaban una luz o una música. Y cargo aún esas tardes como una luminiscencia lejana. Lo que era ser poeta en tiempos difíciles. Y también recuerdo un poeta protegido por la fortaleza de una mujer. Era un poeta protegido por mujeres, como lo fue también Albizu Campos.
Entonces en un momento dado cesaron las peregrinaciones tan espontáneamente como empezaron. No hubo ruptura. Sólo un llegar al final de un camino. Tal vez, como suele pasar, se interrumpió los encuentros por razones fuera del alcance de la razón y ya no había manera de allegarnos a ese espacio de nuevo, esas tardes. Tal vez ya Doña Isabel se fatigó de prepararle golosinas a ese poeta flaco que les visitaba. Tal vez se agotaron los poemarios disponibles o tal vez Don Paco tenía que moverse a otra cosa. Mi cotidaneidad de esos tiempos no la tengo del todo clara. No sé si él y Arcadio hablaron y le dijo que el muchacho no tiene remedio. No sé nada. Nunca surgió como tema de conversación.
Supe después que otros poetas de mi tiempo también tuvieron sus tardes con el Maestro. Siguió mi vida ya sin sorullitos.
Pero sí, muchos años después, para el 1989, durante un recital mío en el Arsenal del Viejo San Juan, lo ví con Isabel a su lado. Reconocí su presencia públicamente. Me miró con su consabida cara de palo.
© 2017 J.A. Morales-Santo Domingo