Un lugar bajo el sol tropical:
de escondrijos, recovecos, rincones, escondites, madrigales, guaridas, cuevas
y otros espacios para estar conmigo mismo
I
En el principio fue un cuarto. Mi cuarto de adolescente. La creación exigía ese lugar reducido, esas paredes, esa soledad, ese propósito. Afuera, el mundo.
Empecé a caminar. Largos trechos. Por calles en Puerto Nuevo, Santurce, el viejo San Juan, Condado, Miramar, Hato Rey, Río Piedras. La extensión de mi exterioridad. Mi mundo. Como un pero sato y sarnoso, meé los puntos cardinales de mis espacios. Los reclamé desde la soberbia del solitario.
De esas caminatas regresaba con mi botín al cuarto de casa, a mi guarida. Escribía. El método del cangrejo. Para mi adolescencia los escasos referentes de vida de escritor eran los que sacaba de revistas y sus alusiones a los cafés de Paris, tertulias en Madrid, y bardos en los pubs ingleses de la época de Dr. Johnson en su Ye Olde Cheshire Cheese de la calle Fleet. En esos lugares supuse que bardos y pintores y variopintos bohemios departían con sus colegas de oficio. Y películas. Recuerdo una titulada The Lost Weekend de Billy Wilder donde el actor Ray Milland hacía el papel de escritor alcohólico. La escena de Don Birnam haciendo círculos de agua con el fondo del vaso sobre el mostrador siguió rebotando en mi cerebro por años.
La búsqueda de ese lugar, fuera de mi hogar, donde podría estar y recrear el duermevela de poeta en ciernes, no rindió frutos en esos años de mi adolescencia. Púber aún en artimañas callejeras, andrógino en apariencia, mi aspecto físico cancelaba los bares de mala muerte y cafetines, y nada ni nadie encajaba remotamente al boceto mental que había dibujado desde mis lecturas. Las más de las veces, terminaba mis caminatas sentado en un banco del Parque Muñoz Rivera mirando el mar. Los predios del Morro, el Parque Muñoz Rivera, uno que otro recoveco entre las murallas, y el Parque Las Palomas ofrecían esos madrigales desde donde podía simular la soledad de mi cuarto. Pero nunca escribía en esos lugares. De ahí que temprano en mi vocación fui elaborando mi escritura en la mente, sin papel ni pluma y el poema fue perfilándose como la forma más idónea al ritmo de ese estar caminando la ciudad entera.
Fija en mi mente esa imagen de escritor sentado al bar o a una mesa, vaso de vino o licor, cajetilla y fósforos o encendedor Zippo de piloto de fuerza aérea segunda guerra mundial, resma y plumilla, el cambiante mise-en-scène de mis delirios literarios alimentado por películas de generaciones perdidas en el Paris de Hemmingway o la Rusia de Dostoyevski poblaba mis caminatas sin molesquín, sin novia de pañuelo al cuello, sin lugares donde era esperado o esperaba, celebrado por o celebrando la reciente publicación consagratoria. Y aunque experiencias varias tuve en ese largo peregrinar de mi pubertad literaria entre el submundo de putas de alto y bajo vuelo, de dandies y chulos y un surtido de comunas improvisadas de hippies criollos, ese bar o escondrijo me eludió. Nunca conocí otro poeta ni mal citado, ni bar donde descansar mi pobre huesa y meditar sobre la puta vida. Nunca me topé con el bar de poetas, la fiesta siempre estaba en la calle siguiente o tal vez en la que pasé de largo ayer.
Y así pasé la adolescencia, poeta de aceras interminables, bancos duros de parque, alcobas ajenas, escribiéndome en la piel ese poema largo de la espera.
II
Cuando finalmente llegué a la Universidad estaba mudo y así mudo, y con más calle que mesa o taburete, entré por primera vez en la Cafetería La Torre y me pude sentar al fin y conocí mi primer poeta. En La Torre se podía estar la eternidad de un día entero por el precio de un café. Ahí por primera vez alguien me habló de César Vallejo y me prestó Poemas Humanos. No era el café de poetas que imaginé, demasiado ruidoso y bullanguero, pero estaba rodeado de quienes escribían en servilletas, en hojas que arrancaban de sus libretas entre medio de risotadas, broncas y boleros de Roberto Ledesma. Yo nunca escribí en servilletas porque nunca me atreví a cucar a los dioses y ver mi poema hecho engrudo bajo una lluvia en una calle angosta abrazado a una quimera llamada Linda. En ese filo entre la calle y el silencio estaba el bar, la mitológica fiesta permanente como en los altos de los bajos fondos de La Torre. El bar me seguía eludiendo. Era una cuestión de finanzas.
Cuando ingresé a la Universidad no había recintos regionales y Río Piedras tenía una concentración de estudiantes de la isla enorme y ellos componían una población constante ya que para esos años se vivía en Río Piedras las 24 horas y los 7 días, siendo los viajes a los pueblos de origen condicionado por la falta de dinero. Se regresaba al pueblo cada dos a tres meses si acaso. Río Piedras era realmente ciudad universitaria porque no quedaba más remedio. Los hospedajes corrían desde los cuchitriles de seis o siete estudiantes por cuarto hasta las habitaciones privadas en casas que hospedaban tres o cuatro. Era una colmena y las aceras estaban llenas día y noche. La vida social se daba literalmente en la calle, sea la de los hospedajes o la Ponce de León donde se encontraban los pocos establecimientos abiertos de noche. Pero de los sitios sólo a La Torre se podía entrar sin necesariamente consumir. Bastaba que alguien estuviera cuchareando un café en la mesa para poder sentarse un rato. La otra cafetería frente a La Torre, el Patio, que sólo servía comida hasta la 6:00 pm, permitía el solitario poeta con un café pero si el dueño que estaba siempre en la caja registradora a la entrada observaba más de dos en una mesa exigía que compraran una mixta con chuletas o se largaran pal carajo. La Pizza, más adentrada en la avenida, casi te colocaba la cerveza en la mano y te cobraba al entrar. Por lo tanto sólo quedaba La Torre. Si eras bravo, podrías pedir tu decimocuarto café con leche del día y capitanear una mesa con otros cagatintas en iguales circunstancias. Si eras más bravo aún podrías intentar garabatear un soneto a la amada o a la patria en una servilleta y arriesgarte a la posibilidad que alguien te lo arrancara y enrollara en una bola para lanzarla a una cabeza en la mesa vecina.
III
Sólo fue al graduarme y encontrarme de nuevo caminando las calles, y escribiendo en cuartos aún más solitarios que el de Puerto Nuevo, que retornó con fuerza esa soledad tan conocida y que de nuevo me visita ese delirio de flaneur bajo el azote del trópico. Como si nada hubiera pasado. Como si a fin de cuentas eran las aceras de calles y avenidas los lugares esenciales de mi peatonal existencia, hasta que un día me encontré sentado en un bar al aire libre, Mini’s en la calle Loíza, matando el tiempo entre las grabaciones de un anuncio en mi trabajo de redactor publicitario. Irónico zen de la vida. No era el café en Paris ni el pub de Dylan Thomas, sino un recoveco en el paisaje citadino donde podía guarecerme con un ginebra y tónica o un whiskey en las rocas o con un chorrito de agua mineral, y dejar que los bretes de la vida y las palabras dieran vuelta en el coco y murieran ahí, con música de fondo de vellonera. Un lugar bajo el sol. Pero no para escribir.
Y los fui acumulando, a través del corpus citadino. Esos lugares. Escondrijos donde podía acudir en los momentos de escama. Como Don Birnam en el fin de semana perdido, dejando círculos de agua sobre el mostrador. Cavilando. El barcito de Aníbal por el Callejón del Hospital, el Heidelberg Haus en la parada 22, Mini’s, y del viejo San Juan: Los Primos, Hijos de Borinquen, el Bar de Nico, Sams, Tony’s Place, Violetas, y un chorro de padrinitos y bares desde Hato Rey hasta San Juan. Un rosario más de alcohólico que de escritor. No guardaba ilusiones de escribir ni de toparme con mis otros. Eso ya estaba fuera de la ecuación. Era cuestión de excavar cuevas y escondites de la misma fofosidad de mis días, mampostear un rincón para esquivar los aludes.
IV
Nunca logré ser ese poeta de café ni de salón literario que creía que debía ser de adolescente. No estaba presente en mi ADN social. Escribir no necesariamente lleva a ser “hombre de letras”. El contexto informa y deforma. Simplemente, nada de “literaria” tiene la realidad puertorriqueña. Todo en una colonia se queda a medio hacer. Y a medio hacer me encontré una madrugada en un padrinito en Miramar a lo Ray Milland en la escena del bar en Lost Weekend. Y escribiendo. Sí, finalmente.
El pasado apesta, como ropa sudada en un cuarto cerrado. Es un abandono, un incumplimiento. Escribí finalmente en un lugar público cuando ya no tenía relevancia, entre gente madrugadora y aquellos que le daban largas a la juerga del día anterior, todavía no resignados a la sentencia de un nuevo día. Escribí en una libreta de carpeta dura de esas que reparten a empleados públicos para anotar sus progresos en tareas infinitas. Entre bichotes con cadenas de oro como sogas, pensionados cuchareando cafés tibios, dueños de tiendas cercanas, promotores de ferias industriales, cajeras, y domésticas dominicanas. De madrugada viendo tornarse las sombras en el Technicolor chillón del trópico. Con plena conciencia de no ser un poeta en Paris, ni acaso un beat en el Village, sino un cagatinta a destiempo pasado ya el umbral de sus cuarenta abriles, frente a un whiskey doble en un Padrinito en Miramar. El abrupto despertar de ese duermevela de mi alargada adolescencia ocurrió cuando dos títeres endrogados me cayeron a patadas y por poco me matan creyéndome un agente encubierto por culpa de mis gafas Mastroianni de castigador. Por suerte había dado por terminada mi faena literaria por esa madrugada y meramente platicaba con la cajera de la farmacia vecina. El libro se quedó a medio hacer como también mis peregrinaciones etílicas. Me encontré pasado de moda. Pero terminé el libro en casa, la casa de mis padres donde empezó todo el embeleco. Y fui premiado por él y desconozco los cuatro gatos que lo han leído.
Sé que caminaba solo, lejos de salones literarios, peñas y recitales. Tres o cuatro promociones me pasaron desapercibidas por el lado. Ya no publicaba. Ya no iba en busca del mítico café de poetas. La salud y los años fueron achicando mi perímetro de acción. Me enmudecí en guaguas y vi una ciudad nueva reinventarse frente a mi derrotada mirada.
Epílogo
Poco antes de morir, un poeta amigo me invitó a un bar para celebrar con tragos nuestros cumpleaños. Era el bar de mis ensueños. Quiero pensar que me llevó como regalo. Ahí platicamos como poetas largo rato. El tiempo se paró. Estaba en Paris. A unos años de su muerte lo visité de nuevo al salir de una cita con una dermatóloga que me extirpó un cáncer de la piel. El bartender y yo brindamos por el amigo muerto. Y yo secretamente por el fin de mi largo peregrinar.