Previo a la explosión tecnológica de finales de los noventa yo vivía todavía inhalando los últimos humos de mi tiempo. Todavía abría una libreta escolar, una que mis hijos dejaron casi virgen, y escribía mis cosas. También tenía sobrantes de resmas de papel de periódico barato que vendía la papelería Galguera en la calle Fortaleza, y papel en colores que sobraba y se cortaba a tamaño letra para la venta al detal. Papel y plumas fuente, bolígrafos y lápices todavía formaban parte de mi arsenal. En los sesenta ni eso tenía. Tenía papel de cartas y practicaba aún la caligrafía con un set de plumas. Tenía botellas de tinta de más de veinte años. Todo eso desapareció no sé adónde, entre alguna mudanza lo perdí todo.
Algo parecido pasó con mi vocación de escritor. Del libro hecho a mano a la tirada de imprenta a una editorial, tuve escasa publicación y venta. Lo que sobró sin vender ni distribuir fue siguiéndome de casa en casa o terminaba en algún zafacón. No sé cuánto de lo mío circula por ahí o todavía está en algún estante de alguien. Deben ser pocos ejemplares o ninguno. He botado todos los borradores originales que pude encontrar, del resto se encargará el olvido y el deterioro. Ninguna librería tiene mis libros.
Ahora subo todo a una página que tengo en el Internet que bien puede desaparecer en un instante. No hago copia dura. No quiero acumular más papel. Es un diferente tipo de precariedad en que se apuesta como antes todo contra el olvido a sabiendas que tengo todas las de perder.
Pero aún sigo escribiendo como algo tan inevitable como el café de la mañana o ir al baño a mear. Circunstancias que también son precarias. Me puedo quedar sin dinero para el café, me puedo quedar sin casa en donde mear. Sé que sólo el acto sobrevive como un constante. Eso es todo. Costumbre que se confunde con fé y una fé que se torna en costumbre.
Qué otra mudanza tendré que hacer no sé, qué otra pérdida u olvido lo desconozco. Pero seguro que vendrá. Mientras tanto, esto sigue. Lo mismo en constante transmutación. No sé qué haré si me quedo sin memoria o la capacidad física de escribir. No sé qué pasará entonces. No sé cómo esto seguirá pero seguirá, líneas fugaces entre inconciencias. Balbuceos entre sueños que no sé si habrá tecnología para plasmar de alguna manera desconocida para mí.
Hay que seguir, por fé o costumbre.